Aprendiendo a decorar mi propia alma

Sarah Hailey (Nivel 4)

Yo entré en el cuarto y dejé caer mi mochila en el suelo de cemento con un ruido sordo.  Cerré la puerta y me senté en la cama en silencio. Qué rico es el silencio, después de siete horas dentro de una camioneta abarrotada de gente.  Suspiré satisfecha, volví hacia la puerta, y vi una frase, pintada sobre la puerta en letras azules intensas:

“Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma. Y uno aprende que el amor no significa acostarse. Y que una compañía no significa seguridad, y uno empieza a aprender….Que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos, y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy, porque el terreno del mañana es demasiado inseguro para planes…y los futuros tienen su forma de caerse por la mitad. Y después de un tiempo uno aprende que, si es demasiado, hasta el calor del Sol puede quemar. Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma, en lugar de esperar a que alguien le traiga flores.” -JBL

Ya había recorrido todas las partes de Guatemala por casi dos meses, pero en ese momento,  me pareció que había acabado de llegar, y que había llegado al fin, a mi razón de dejar mi vida en los Estados Unidos y viajar a ese país.

Seis meses antes, compré un billete de avión para Guatemala con ninguna intención clara. Fue una cuestión de sobrevivencia; yo me ahogaba y la única manera que pude salvarme fue escapar—huir del amor. En ese período de mi vida, mi novia y yo ya llevábamos juntas casi cuatro años—cuatro años completamente felices. Pero ser feliz y estar colmada no son iguales. Y lentamente, poco a poco, me perdía a mí misma, hasta que un día, no pude escuchar mi propia voz. Tuve que irme.

Sentada en la cama de mi cuarto en Finca Ixobel, leyendo las palabras de Jorge Luis Borges, experimenté un cambio adentro, sutil, pero profundo. En vez de huir de mi vida, podía empezar a encontrarme a mí misma. Y lo hice, en Guatemala.

Me había trasladado a Finca Ixobel para trabajar por seis semanas a cambio del alimento y el alojamiento y hacer una pausa de mis aventuras. Finca Ixobel no es más que uno entre muchos lugares absurdos en Centroamérica en donde el mundo del turista y el mundo del campesino colisionan en una manera desagradable e incómoda para los dos, aunque ambos fingen estar contentos con estos intercambios desprovistos de dignidad humana. En el caso de Finca Ixobel, es nada más que un punto en el mapa, convenientemente ubicado en la carretera entre la ciudad de Guatemala y las ruinas Mayas de Tikal. Es un bosque, punteado con bungalós, caballos, y cabras, que atrae a los turistas con una laguna, un restaurante y excursiones guiadas a las cuevas cercanas.

Conocer a la otra persona es conocerse a uno mismo. Desde el momento de llegar a la finca, yo era consciente de estos dos mundos, y sabía que quería meterme en la vida chapina. En la finca, los gringos tenían el puesto de recepcionista al frente del hotel, apartados de los trabajadores del barrio (como en los Estados Unidos). Siempre la cocina estaba llena de mujeres cocinando y platicando en el calor y el humo. A pesar de mi timidez, me forcé a entrar y lavar las trastes, callada. Nadie me habló en ese día, ni el siguiente. Pero cuando ellas se dieron cuenta de que seguiría lavando trastes en su cocina, empezaron a platicar conmigo.  Desde allí, lavaba trastes, picaba verduras, y buscaba cualquier razón a pasar el rato en la cocina con ellas. Poco a poco, nos llegamos a conocer, hasta las visitaba en su casa en el barrio, donde tomábamos el caldo de gallina y comíamos  los tamales al lado de la plancha.

En esta manera, conocí a Reina Palencia, cuya risa inunda su cuerpo y cuyos ojos dicen la verdad.  Ella ganó el respeto de todos con su autoridad humilde, y así se hizo la jefa tácita de la finca y del barrio. Después de poco tiempo, me pegaba al lado de ella en la cocina y la lavandería, y pasábamos muchas tardes acostadas en las hamacas en su porche, charlando. Y cuando llegó el fin de mi contrato en la finca, me mudé a su casa, y me metí en su familia.

Durante el tiempo que viví en la casa de Reina Palencia, mi visión del mundo se transformó. Mientras lavaba la ropa a la pila con Yesenia, mientras horneaba pasteles en la cocina con Elvin, y durante todas las actividades sencillas de la vida cotidiana, aprendía lo que significa el amor, la familia, y la vida rica, despojada de los adornos y accesorios de una cultura demasiado materialista. Y así, empieza la historia de cómo llegué a conocerme a mí misma en Guatemala.

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