Por Michiko Arai
Me lo hice en Tokio en una tienda de tatuajes, muy pequeña, lejos de la casa de mi papá. Cuando fui a hacérmelo, tuve que ir a la céntrica estación Shinjuku, y luego caminé unos treinta minutos para llegar a mi destino. Estaba sola y tenía que alejarme de la estación; eso es bastante raro en Tokio dado que todo está siempre muy cerca de las estaciones de la metropolitana. Había elegido a este artista de tatuajes por una amiga que me lo había recomendado. Sin embargo, nunca lo había conocido y por eso me sentía nerviosa. Caminé por una calle, después giré por otra y de golpe me di cuenta del hecho de que estaba sola. Es una sensación muy extraña cuando no se ve a otra persona en una ciudad siempre rebosante de gente. Llegué a la dirección que había escrito en una hojita de papel: el edificio era pequeño y parecía un bloque residencial. Subí al segundo piso, golpeé a la puerta y el resto es historia. Ahora tengo esta imagen grabada en mi piel, una parte irrevocable de mí. A veces olvido que está allí y casi nunca pienso en él. De hecho me lo hice porque me interesaba la experiencia física del proceso. El dolor, que mi amiga me había descrito como “meditativo”, me intrigó. Al escribir este ensayo pienso por primera vez por qué lo hice.
En Japón, el tatuaje está profundamente marcado por su relación histórica con la mafia japonesa, la yakuza. Entonces es un símbolo muy cargado y en muchos casos el tatuaje te podría marcar para siempre. Por ejemplo, con ellos no se puede entrar en los baños públicos, los cuales forman una tradición fundamental en la cultura japonesa. Una vez en Tokio me han negado el acceso a un curso de yoga porque, con un tatuaje, no se podría entrar al club deportivo. El director era gentil, pero de todas formas me echó con una sonrisa educada. Mientras más crezco, mi relación con Japón y la cuestión de mi identidad me llaman la atención cada vez más. Mi papá es japonés y mi mamá es americana con orígenes europeos. Sólo en los últimos años empecé a pensar en mi relación con la cultura y la gente japonesa, desde que empecé a estudiar otros idiomas como el italiano, el francés y el español. Sobre todo desde que viví en Italia por un año donde me sentí muy bien, y desde entonces me he preguntado sobre la relación entre herencia cultural e identidad personal. ¿Hasta qué punto soy japonesa o americana culturalmente? ¿Tiene que ser que mi identidad esté dirigida por mi herencia cultural? Quizás podría elegir dónde en el mundo me encuentro mejor, dónde me siento más como yo misma. ño donde mdesde entonces me pregunt; describi ño donde mdesde entonces me pregunt; describi ño donde mdesde entonces me pregunt; describi
Mi papá me crió cuando era niña mientras mi mamá hacía sus estudios de doctorado. Desde el kindergarten, mi hermana y yo frecuentábamos una escuela japonesa los sábados, cerca de Seattle, para mantener la lengua a través de los estudios en japonés y para estar en un ambiente culturalmente japonés. Todos los cursos eran en japonés y estaba prohibido hablar en inglés. Me acuerdo de que casi todo el mundo era japonés, excepto unos pocos estudiantes con sólo un padre japonés como mi hermana y yo. En casa siempre estaba papá, que cocinaba y que limpiaba la casa. Comíamos la sopa de miso, arroz y pescado con palillos, y mi papá me preparaba los cubos de arroz con alga para el almuerzo. También él jugaba conmigo un juego de cartas japonés que se llama hanafuda o los juegos de niños en que fingíamos hacer viajes en la selva. Me ha parecido siempre que a mi padre le disgustaba el hecho de que hubiera pasado más tiempo en los Estados Unidos que en Japón, dado que la mayoría de mi vida he vivido en Seattle, pero nunca me lo dijo en palabras concretas. Entonces, imagino que la escuela de los sábados era una fuente de consuelo para él. Así, con mi papá siempre en casa y la escuela sabatina, la cultura japonesa tuvo una presencia grande en mi vida.
Cuando tenía siete años, nos mudamos de Seattle a Tokio. Mi familia vivía en una casa pequeña en una zona de Tokio que se llama Musashikosugi. Me matriculé en la escuela primaria pública del vecindario. Iba a escuela a pie con mi amiga Kana, siempre llevando los sombreritos amarillos, que eran parte del uniforme, para que todo el mundo supiera que asistíamos a esa escuela. A pesar de los esfuerzos de mi papá de cuando era niña, para algunos chicos yo no era lo bastante japonesa para ser incluida en sus grupos. Yo era la chica “ha-fu” o mitad, porque no soy cien por ciento japonesa. Algunos compañeros de clase me llamaban así, como si yo no perteneciera a su mundo. Me excluían, me miraban y chismeaban con los otros. Todavía hoy, cuando estoy en Tokio, no es raro que alguien me pregunte, “disculpe, ¿es usted ‘mitad’?” Esta pregunta me parece rara, y encuentro difícil responder porque la pregunta es tan rara: ¿mitad en qué sentido? ¿Mitad de una persona? En estos casos me choca la mentalidad cerrada hacia los extranjeros, que a mí parecer predomina en Tokio. Muchas veces no se entiende de dónde soy. Me suena raro, sobre todo si pienso en la palabra mitad y todas sus connotaciones. Cuando mis compañeros de clase me llamaban así, me parecía que lo decían para imponer en mí un sentido de extranjería, para marcar claramente la diferencia. Me hacía sentir como si algo faltara en mí. Por otro lado, recientemente, a veces me parece un cumplido. Por ejemplo cuando alguien me pregunta así, si yo soy “mitad”, pero después me dicen algo como, “qué bonitos son tus ojos”. Está bien que me hagan un cumplido, pero luego se fijan en mis ojos que son grandes y los párpados que no se doblan y luego me siento como un animal en el zoo, observado por la gente. En todos los casos, no pertenezco.
Llevo varios años pensando en mi identidad culturalmente diversa: todavía me impresiona, sobre todo cuando estoy en Tokio. Siempre encuentro una corriente -fuertemente presente- de “normalidad”, como si existiera una sola manera de vivir a la cual todo el mundo aspirara. Stuart Hall, un teórico cultural, analiza el instinto de formar un código de normalidad en su artículo “El espectáculo del ‘Otro’” a través de la teoría de la antropóloga Mary Douglas: “los grupos sociales imponen significado a su mundo ordenando y organizando las cosas en sistemas clasificatorios… lo que realmente turba el orden cultural es cuando las cosas… no encajan en alguna categoría”.[1] Estas reglas constriñen a los individuos que no encajan bien –que en algún modo son culturalmente diversos de la mayoría– y los hace sufrir una trasformación cultural para convertirse en parte de la mayoría.
Tokio es una ciudad en que las homogeneidades culturales están particularmente presentes, sobre todo en la cotidianidad: la moda, las comidas, los barrios sofisticados, los programas televisivos, etcétera. Cada año observo estas tendencias: cuando tenía catorce años, todas las chicas llevaban pelo rizado,[2] y cuando tenía quince años, todo el mundo llevaba las parkas con la capucha al estilo esquimal. Cada año cuando era niña, veía estas homogeneidades y quería imitarlas; tal vez pensaba que así podía convertirme en una chica de Tokio. Quizás quería transformarme para pertenecer al ambiente social. Siempre quería dejar la parte de mis orígenes que no me parecían parte de la comunidad de la mayoría, y esa parte abandonada quedaba marginalizada. Podría suponer que mi dificultad de encajar en la vida social tenía algún vínculo con mi experiencia única de crecer entre dos mundos culturalmente distintos: cuando estaba en un lugar, quería ser parte de ese lugar, y viceversa. Últimamente mi identidad me parece algo más fluido que una cultura u otra.
Por mi educación en una universidad como Middlebury College, un ambiente consciente del mundo internacional, la marginalización y sus consecuencias eran temas que yo había afrontado muchas veces. Pero, para mí, hasta analizar un concepto en el contexto de mi vida personal no puedo entender el valor de los temas presentados a un nivel teórico a través del estudio. Soy un individuo en un mundo vasto y tengo que entender estos asuntos a través de mi historia personal.
El Profesor Castañeda nos dio la tarea de escribir un ensayo en que contempláramos la otredad en nuestras vidas. Pensé en mi familia, mi mundo internacional y mi experiencia al crecer entre los dos mundos. Leímos algunos textos en que se presenta la historia de una persona, quien es distinta cultural y étnicamente de la mayoría, que tiene ganas de adaparse a la sociedad. Algunas de estas historias resonaron en mí.
Mi tatuaje es una imagen del otoño: hay un ciervo con hojas del arce. ¿Qué quiere decir y por qué lo hice? Cuando lo hice, no tenía una gran razón. Quería experimentar, probar, atreverme. Muchas veces cuando alguien lo ve, me pregunta: ¿por qué lo hiciste? Creo que esta reacción deriva del hecho de que la mayoría de las personas que tienen tatuajes los han hecho porque tenían una imagen preciosa con toda una historia profunda y que querían que esta imagen estuviera con ellos para siempre. El tatuaje es algo “en serio” y puede representar sentimientos de rebelión. Cuando la gente me preguntaba eso, me miraba con una expresión curiosa como si yo estuviera a punto de contar una historia reveladora, pero yo no tenía una respuesta así. Elegí esta imagen porque en el momento me parecía bella y razoné que si fuera una imagen que ya me gustaba desde cuando era niña, sería improbable que me aburriera de ella.
Ahora que pienso otra vez en mi tatuaje, quizás lo hice por razones importantes. La imagen del ciervo con el arce aparece en mi carta favorita de hanafuda, el juego de cartas que jugaba con mi papá cuando era niña. De hecho, hay algunos aspectos importantes en esta imagen: me gusta mucho, y me acuerdo de recuerdos buenos de mi infancia y de mi papá. Mi papa a veces me decía que yo sería un ciervo si fuera animal; el otoño es mi estación favorita porque mi cumpleaños es en octubre.
En un cierto punto en mi vida, y es difícil decir cuándo, la presencia de Japón me dejó o yo la dejé, quizás; de todas maneras, mi vida estaba en Seattle. Dejé la escuela japonesa sabatina, dejé de comer la comida japonesa, dejé de hablar el japonés, mi papá se fue para vivir en Tokio; ya en mi mente no había espacio para mi parte japonesa. Cada vez que viajaba a Japón, me sentía un poco más fuera de todo. Al principio me disgustaba el hecho de que el mundo alrededor de mí nunca sería mi mundo. Sin embargo, poco a poco me alegraba que no fuera mi mundo, sobre todo por las expectativas puestas en la feminidad. Me gusta ser capaz de decir lo que pienso; estoy contenta de ser una persona abierta y sincera; me gusta practicar deportes; me gusta mi cara sin maquillaje ni cirugía plástica. Todas estas cosas van en contra de lo que imagino que yo sería si hubiera crecido en Tokio.
Hoy cuando voy a Tokio, me siento casi extranjera. Entiendo que hace largo rato que no vivo en Japón y que quizás eso creó una distancia entre yo y el país, su cultura y su gente. Sin embargo, me parece problemático que tenga que hacerme preguntas como: ¿soy bastante japonesa para cumplir los requisitos para ser “japonesa”?
Eso es problemático, sobre todo en el mundo de hoy en que hay tanto viaje y tanta circulación de culturas, personas e ideas. Volviendo a la idea de Douglas, el encajar ya no es válido: la mezcla de las categorías es inevitable. Entonces, ¿cómo es posible adaptar el mundo a estos cambios? Como ya dije, es imposible separar mi identidad estadounidense de mi identidad japonesa porque están fusionadas. El espectro de las identidades aplica a la sociedad un modo de ver y comprender más holístico, en el cual hay espacio para todas las excepciones y los tonos de gris. Gradualmente me di cuenta de que pueden existir varios tonos grises y no es problemático, más bien una belleza, un regalo de la diversidad de nuestro mundo.
No puedo decir si me gusta Japón o no, no puedo decir que culturalmente yo sea 63% americana y 37% japonesa, tampoco puedo decir que mis ojos vengan de Japón y la boca de los Estados Unidos: no hay organización y no se comprende dónde un rasgo empieza y otro termina. La identidad es mucho más nublada que eso: es un espectro multicolor.
Me sentí bloqueada porque no pertenecía más a Tokio donde había pasado algunos años, la ciudad que una vez había llamado “mi casa”. Siento haber perdido una parte de mis orígenes, y eso me entristece. A la misma vez, me libera. No soy solamente la persona que era en Tokio, sino mucho más, y me alegro del hecho de que podría encontrarme bien en diez mil otros lugares en el mundo. La cultura que me formó durante mi infancia ya no me constriñe. Mi tatuaje me ayuda a recordar una parte de mi identidad, y a la misma vez me mantiene a distancia del mundo que forma esa parte de mi identidad. Decidí auto-marginarme de la sociedad japonesa que, por ahora, desaprueba cualquier “desvío” de la “normalidad”. En Tokio, soy una persona tatuada, pero es exactamente este tatuaje lo que me vincula a la ciudad. Afirmo el rechazo, pero me niego a olvidar mi parte japonesa. A través de esta confrontación, me he liberado de mi sentido de culpabilidad por no lograr pertenecer a la sociedad en Tokio.
Hoy mi pasión es aprender otros idiomas porque me abren puertas a otros mundos y culturas. Nunca olvido que soy japonesa, pero pienso que es posible construirme una casa donde quiera y donde me sienta pertenecer.
Obras citadas
Hall, Stuart. Sin garantías: Trayectorias problemáticas en estudios culturales, Popayán: Envión editores, 2010, pp. 419-446.
Irwin, Robert Mckee. Diccionario de estudios culturales latinoamericanos, México: Teoría Sociológica Contemporánea, 2011, p. 267.
Notas
[1]Hall 2010, p. 421.
[2]Algo que resalta mucho en el cabello de las chicas japonesas, porque el cabello natural es liso, entonces es una imitación del cabello de otras culturas.