Saná: sueño o realidad
Lorella Pini (Nivel 4)
Angelina caminaba con soltura por las callejuelas empedradas del centro y sin quitar sus ojos grandes de los maravillosos adornos en yeso blanco que cubrían las fachadas y las ventanas de los edificios, sonreía y se sentía en paz consigo misma como raramente se había sentido antes. Saná, la capital del Yemen, tierra de la legendaria reina de Saba, era realmente una ciudad llena de encanto, exactamente como ella se la había imaginado y exactamente como la promocionaban las agencias de viajes de su barrio.
Angelina no podía creer que ella misma estuviera disfrutando de una tarde tan bonita, libre, sin pensamientos en un lugar precioso y exótico, le parecía pura ilusión. Anoche había dormido en el clásico funduk árabe, y por no estar acostumbrada a dormir en el suelo, le dolía un poco la espalda, pero no quiso pensar en este percance y se dirigió hacia el centro donde encontró un restaurante y desayunó con pan dulce, yogur y mango fresco. El resto de la mañana se lo pasó visitando las extraordinarias mezquitas, cuyas cúpulas tocaban el cielo que aquel día era de un azul brillante; y sacando fotografías de la gente de las calles, obviamente con la cámara adecuadamente escondida, dado que a los árabes no les gusta que les saquen fotos. Lo sabía, lo había leído en su guía, pero era casi imposible resistir la tentación, ya que los árabes resultan encantadores. Los hombres, cuya mirada intensa la aturdían, llevaban puesto trajes tradicionales blancos, una jambiya de plata amarrada en la cintura y una kefiah blanca o a cuadros de diversos colores. Las mujeres, por otro lado, iban vestidas con ropajes negros de la cabeza a los pies, pero sus caras y sus ojos oscuros mostraban una inteligencia y una curiosidad tal que Angelina estuvo mil veces a punto de acercarse a cada una de ellas para interrogarlas sobre su vida que en los ojos de los occidentales parece muy misteriosa.
Luego, en la tarde, después de haber tardado un poco, mirando a una multitud de hombres jugando partidos interminables de domino en las calles, caminó hacia el zoco. Quería mirar las fabulosas mercancías que siempre abundan en los zocos árabes, y también le apetecía sentarse y descansar. En una tiendita situada cerca de un vendedor de alfombras, ordenó un té de menta y se puso a observar todo aquel enjambre de actividades que la rodeaban. Mientras bebía su té, vio que casi todos los hombres rumiaban hojas verdes desde un bolsillo enganchado a la jambiya y las dejaban al lado de la boca así que poco a poco iban a engrandecer sus mejillas que parecían como si hubieran llevado una pelotita de tenis en la boca. Angelina no sabía qué pensar y no osaba preguntar a nadie. Tomó su guía de su mochila y empezó a leer el capítulo dedicado a los comedores de qat en Yemen. Estaba todavía leyendo cuando un muchacho, más o menos de su misma edad, se le acercó y le preguntó, en inglés, si podía ayudarla de cualquier manera. Angelina levantó la cabeza y asombrada le sonrió. Ahmed era un estudiante yemenita que había estudiado en los Estados Unidos y que ahora estaba de vacaciones en Saná donde vivía todavía toda su familia.
Para Angelina este encuentro fue como una bendición del cielo porque ahora, finalmente tenía un ‘experto’ con quien podía conversar sobre todas las curiosidades que tenía en su mente con respecto a la cultura yemenita. Entonces, Angelina y Ahmed charlaron hasta la hora de la cena y se despidieron con la promesa de que el día siguiente, él acompañaría a Angelina al museo arqueológico y también a almorzar en su restaurante favorito, el que estaba cerca de la plaza del mercado. Angelina estaba sintiéndose en un estado de éxtasis. Ahmed era, por cierto, un muchacho muy amable, inteligente y refinado. Durante las horas que ya habían pasado juntos, él le había contado por ejemplo, que un número cada vez mayor de jóvenes estaba elaborando y divulgando, gracias también al internet, nuevas ideas sociales y políticas para establecer una democracia verdadera que fuera capaz de garantizar por lo menos, los derechos civiles básicos para todos los ciudadanos yemenitas.
A Angelina le encantó todo este discurso filantrópico de Ahmed, y llegada nuevamente a su funduk, se acostó dulcemente, pensando en todo lo que su ‘ángel de la guarda’ le había confesado, y empezando ya a disfrutar a la maravilla que se le presentaba para el día siguiente, se quedó dormida. Estaba durmiendo desde ya una media hora cuando, de repente, sintió un sabor a sangre entre sus labios. Se despertó, y allí, inclinado sobre ella, estaba Mark con su cara diabólica que ya había empezado a pegarle otra vez por haber perdido el tiempo mirando una revista de viajes exóticos.