Chilenocanadá: los Espacios del Exilio Chileno en Canadá

por Fiona Rodgerson

El viaje

Empieza con un viaje. Un tren, un bus, un avión. Un mundo nuevo frente a ti. Retos, oportunidades, desconocidos. Tal vez esperanza, tal vez nostalgia. Mi viaje empezó en Chile, en este país antes desconocido. En este país, construí una vida nueva, formé espacios míos, aprendí otra lengua que me abrió las puertas al otro mundo. Y allí me enamoré de todo, del idioma, del mar, de la lucha, de la pasión, de la poesía, de la música, de las calles, de la cueca, de los cerros, de las casas de tantos colores brillantes, de la gente. Pero aunque ya me había enamorado, me tuve que ir, dejando estos nuevos espacios incompletos.

Porque no podía dejar Chile en el pasado, porque mientras caminando por las calles acá caminaba por mis memorias todavía tangibles de las calles de allá, porque quería, a través cualquier modo posible, seguir viviendo en mi mundo Chileno, me embarqué en un nuevo viaje, un viaje inolvidable. Leí la literatura de un grupo de chilenos exiliados tras el golpe de estado en 1973 de Chile, que vivían en Canadá. Exploré sus experiencias en el exilio a través de su escritura. Y un fin de semana en noviembre, me subí en un Greyhound a Ottawa para conocer a estos chilenos: Ramón, Jorge, Gabriela y Anita. En este fin de semana breve, tuve la suerte de que mi viaje se intersectara con el largo viaje de ellos.

Sus viajes empezaron en Chile, en su país. Y aunque sus viajes surgieron de un desastre trágico, empezaron antes de este comienzo con un sueño. Bueno, antes tuvieron un sueño y realmente entonces su viaje empezó con la pérdida de este sueño, de un sueño compartido, una visión de un Chile mejor. Esta esperanza radicaba en el Movimiento de Acción Popular Unitario (MAPU) y sobre un presidente que se llamaba Salvador Allende. Pero este sueño se acabó de repente en 1973 con un golpe de estado violento llevado a cabo por una junta militar y el líder militar Augusto Pinochet. Al final, tomaron la Moneda, se murió Allende, se les llamó “enemigos del estado,” hicieron listas de nombres y detuvieron a los nombres de la lista.

“Nos sorprendió a todos,” me dice Ramón sobre el golpe. Ellos eran en ese tiempo estudiantes la mayoría, jóvenes de mi edad, imagínate—22, 23, 24—con ideas grandes y una visión clara del futuro, compartiendo, luchando juntos. Y de repente estas vidas fueron interrumpidas. Perdieron todo ese día. Perdieron este futuro. Perdieron su inocencia y su juventud. Explica Ramón, “nos mataron un sueño que teníamos.” Sus compañeros, sus amigos incluso, empezaron a “caer.” Algunos de ellos mismos fueron detenidos, llevados, torturados. Después, fueron exiliados. Para los que habían evadido a los militares, el riesgo aumentaba cada día.

Algunos de ellos se quedaron un tiempo después, todavía con la esperanza de que las cosas pudieran cambiar, que pudieran formar una oposición. Pero al final, tuvieron que irse. ¿A dónde? ¿A Canadá? Qué frío. Pero la cosa se puso peor y no les quedaba otra opción: “Pensándolo bien, me voy a Canadá.” Hicieron planes. Se despidieron de sus familias, de sus amigos, y de su patria.

Incluso antes de partir era como si ya se hubieran ido. La familia se ponía a vender los muebles. Ya no pertenecían a este Chile, la nación que los había traicionado. La nación que habían querido cambiar, que habían amado. Gabriela describe este periodo de espera antes de irse como “un mientras tanto que parecía no tener fin.” En este espacio, un limbo entre dos mundos, con el sentimiento de no existir, que se quedaría con ellos un buen tiempo.

Cuando llegaron a Canadá, llegaron a la nieve, la nieve sucia, como la describe Gabriela—“encontré todo terriblemente feo.” Ahora enfrentaron algo tremendamente difícil—crear algo nuevo de una vida destruida.

La Asociación de Chilenos

Aunque fueron exiliados de su país, los chilenos llegaron todavía apasionados por la lucha chilena. No dejaron de pensar en lo que estaba pasando en Chile bajo la junta militar: la gente reprimida, las violaciones de derechos humanos pasando diariamente en esos tiempos. “Nosotros teníamos muchas ambiciones de gente exiliada,” explica Ramón, ambiciones de seguir luchando por la causa, de crear una conciencia en Canadá y en el mundo por las cosas que estaban pasando en Chile. Se juntaron, entonces, los chilenos exiliados en Canadá, y formaron oficialmente “La Asociación de Chilenos en Ottawa.” Y juntos con todo el animo todavía para cambiar desde afuera a su país, se manifestaron el las calles canadienses por los derechos humanos, se hicieron peñas y vendieron empanadas y vinitos, comida típica, para juntar fondos.

Mientras manifestaban y despertaban conciencia, también escribían. Aunque Jorge había escrito en Chile, para los otros, escribir se transformó en algo fundamental en el exilio. Por una parte, era integral para la causa. Sus testimonios servirían para contar al mundo fuera de Chile lo que había pasado, lo que estaba todavía pasando. Por otro lado, la literatura les ayudó a enfrentar la problemática de estar en exilio y de todo lo ocurrido. Explica Gabriela sobre su escritura en el exilio, “tenía que escribir, si no, me moriría, tenía que sacar esas cosas, procesarlas.” La escritura tanto como la misión política fortaleció al grupo, y con los fondos de las peñas, publicaron un libro. De allí, fueron formando una comunidad literaria de chilenos exiliados en Canadá.

Aunque se juntaron por la causa política chilena, a la vez que luchaban juntos también seapoyaban el uno al otro en el exilio en Canadá. Claro, juntarse fue algo natural, una función de la cultura y el idioma en común. Se entendía el uno al otro en un mundo en el que no entendían nada más. Se juntaban unas cinco veces a la semana, y siempre estaban en las casas de los otros, una función o la otra. Tomaron vino juntos, comieron juntos, salieron a carretear juntos. Juntos intentaron hacer las cosas que habrían hecho en Chile. Hablaron español y en un sentido mantenían su conexión con Chile a través del grupo. Y estaban juntos cuando la esposa de Ramón, Miriam, se enfermó, cuando la mamá de José Urbina (él volvió a Chile, entonces yo sólo le pude conocer a través de su literatura), estaban allí también. Se ayudaron, cuenta Gabriela, a “un nivel emocional y psicológico.” Como ella lo describe, el mundo afuera era muy “hostil”—tenían que trabajar en cosas que nunca habían hecho en Chile, en limpieza en su caso. Formaron en este modo, una comunidad, un interior aparte del afuera, un Chilito dentro del Great White North, que funcionaba no sólo en un sentido político, literario, y cultural sino también familiar. Se ofrecieron el uno al otro protección y apoyo durante los tiempos difíciles enfrentados en el exilio.

En su literatura que leí yo antes de viajar a Ottawa, los chilenos exiliados escribieron sobre sus experiencias y los espacios que construyeron a través del exilio, como esa comunidad. Entonces era eso lo que quería explorar yo—esa comunidad y la problemática que los chilenos que formaron este grupo enfrentaron como consecuencia de su exilio de Chile. Por eso, subí al bus a Ottawa—quería conocer esa comunidad y escuchar sus experiencias. Al final, conocí a Ramón, Gabriela, Jorge y Anita. Aprendí de los problemas enfrentados por ellos, los espacios creados por cada uno, y como se intersectaron estos espacios y estas experiencias.

Ramón

Al llegar a Canadá, enfrentaron un proceso largo y difícil, uno que como dice Gabriela se trataba de “un proceso que nunca termina,” el proceso de adaptación cultural, de aprender inglés, y de construir una vida en Canadá.

Cuando llegué a la primera dirección en Ottawa, me abrió la puerta un hombre con barba grande y sonrisa enorme y pasé a estar en un especie de Chile fuera de Chile. Me besaron su esposa y él en la mejilla y me hablaron en castellano con acento chileno (cómo lo había extrañado yo). Cuando me quité los zapatos, la esposa, Miriam, me ofreció unas pantuflas para que no se me enfriaran los pies, algo tan chileno, que piensan que no hay cosa peor para la salud que andar “despelada.” Tomamos un cafecito mientras hablamos de las elecciones en Chile, que era imposible que la Bachelet no saliera, y aunque no iba a ser completamente el cambio que necesita Chile, iba a ser algo por lo menos. Hablamos por un tiempo largo sobre Chile, y después nos sentamos en el comedor para hablar sobre el exilio.

Lo que más me sorprendió de Ramón era su risa. Se reía con mucha frecuencia, ruidoso, grave. Era evidente casi al tiro que tenía el don de encontrar el humor en todo, tanto en sí mismo como en el mundo a su alrededor. Menos los tiempos en los cuales buscaba una respuesta, siempre sonreía con su sonrisa media boca abierta, con arrugas alrededor de la boca, y los ojos destellando. Con la barba y la guata, era medio como Santa Claus.

Durante nuestra conversación pensaba, qué contraste, este hombre, con lo que conocía a través de la literatura. Después de leer el Red Rock, su libro de 1990, lo había imaginado como un hombre oscuro, deprimido, desconectado. Aunque no conocía al hombre anterior, me di cuenta de que, por supuesto, el Ramón que estaba frente a mí pasó por un proceso de 40 años de adaptación al cambio más grande de su vida y su felicidad era el resultado de la creación de espacios suyos en este país.

“Cuando llegué a Canadá me sacaron el piso,” me dice Ramón, reflexionando sobre el Ramón del pasado. Ir desde un mundo en que tienes un futuro, estás lleno de esperanza, tienes toda la confianza en ti mismo, a estar exilado de tu país para vivir en otro mundo en que no hablas el idioma y no conoces a nadie. Después de perder la familia, los amigos, la comunidad—todo lo que le da a uno su seguridad, ya no está. Has perdido tu mundo y estás ahora en otro completamente distinto. Pero para sobrevivir, tuvieron que adaptarse a la vida canadiense.

Al principio, fue un proceso muy difícil, entender y adaptarse a un mundo nuevo. En Red Rock, que representa las primeras experiencias en el exilio, “el tipo no deja de comparar,” me explica Ramón sobre su experiencia de adaptación. Pensaba siempre, las mujeres no bailan así en Chile, en Canadá hacen las cosas tan distintas. Además, Jorge y Anita escribieron cuentos en que comparan a la gente en los micros en Canadá con la gente en Chile, confirmando el sentimiento de Ramón de lo difícil de aceptar las diferencias culturales, y de ver algo distinto pasar en Canadá y no pensar en Chile. Miraban a la gente canadiense e intentaban entender la cultura canadiense, pero no participaban. Parte de eso tenía que ver con no sentirse parte de la comunidad local. Aunque mediante el activismo político interactuaron con organizaciones locales de la universidad o sindicatos, les costó mucho integrarse incluso con la gente canadiense a quienes sí les interesaba la causa chilena. No porque no querían, sino mas bien porque no sabían cómo interactuar con ellos. Ramón cuenta de su experiencia como joven extrovertido, cómo le afectó tanto no poder participar en el espacio canadiense por el tema del idioma. Explica él sobre esta frustración de no poder pertenecer, “no sabía cómo bromear, no entendía los chistes de mis compañeros de trabajo, no miraba hockey.” Describe estar en la fila en el supermercado, y cómo le gustaba conversar con la gente, pero en Canadá ya no podía. La gente le hablaba, pero no entendía nada. Gabriela por su parte explica su experiencia, diciendo que “siempre eres un poco un ‘outsider,’” que no se sentía “parte de ellos.”

Aunque la dificultad de adaptación y integración a la sociedad canadiense tenía por supuesto que ver con el tema del idioma y diferencias culturales, también expresa Ramón, era porque “no nos dimos cuenta de que estábamos realmente viviendo acá.” Enfrentaron un fenómeno, tocado en mucha de su literatura, de vivir entre dos mundos—entre el mundo canadiense y el mundo chileno, entre el presente y el pasado—pero al final en cierta manera el no pertenecer a ninguno de los dos. Aunque ya vivían en Canadá, estaban completamente enfocados en lo que pasaba en Chile. Noticias, muertos, desaparecidos, políticos, política. Muchos de ellos sentían una nostalgia fuerte por su país, un “paraíso problemático,” que hizo difícil vivir en el presente. Por eso vivían en un estado de impermanencia en Canadá. Gabriela toca este concepto al describir cómo Jorge y ella vivieron por un buen tiempo después de llegar a Canadá: “con las maletas hechas.” Urbina habla de sus amigos pensando que cualquier día iba a caer Pinochet, que en cualquier momento iban a volver a Chile. En los cuentos de Ramón, el hombre está en un bar canadiense, con mujeres canadienses, pero en su mente está en su mundo chileno, con una chilena del pasado, realmente bailando con la memoria de ella. Gabriela describe que uno estaba “siempre batallando con que tienes tus personas en Chile pero estas en Canadá,” lo que hace muy difícil mantener una vida en Canadá. Describe que al vivir entre los dos mundos, acabó sintiendo rabia hacia los dos. Rabia hacia Canadá por sus diferencias. Rabia hacia Chile por traicionarlos, por romper lo que significaba la nación, por sacarles todo lo que tenían.

Pero a la vez, admita Gabriela, el mundo chileno en el que seguían viviendo “era completamente irreal, un mundo construido mental,” hecho de los ecos del pasado. Al final, existir mentalmente y emocionalmente en Chile, en el pasado, pero físicamente existir en el presente en Canadá, les dejó como una de las islas flotantes que describía Gabriela, de no ser parte de la propia vida de uno, de no existir en ningún espacio.

Para vencer el obstáculo de la adaptación y el shock de exilio, lo que enfrentaron era construir un nuevo espacio, un espacio donde se intersectaron el pasado y el presente, Chile y Canadá.

Jorge

El reto de construir nuevos espacios para establecer una vida real en Canadá fue dificultado por el tema del daño psicológico y emocional por causa del exilio. Jorge expresaba los sentimientos asociados con su pasado tal vez del modo más fuerte: sentimientos de desconexión, dolor, y soledad tan profundos que se manifestaron en cada aspecto de su nueva vida en Canadá.

Para decir la verdad, tenía miedo de conocer a Jorge. Su propia literatura y el papel que tenía en la literatura de su ex-esposa Gabriela formó una imagen de un hombre frío y pesado, quien había cerrado las puertas a sus propias emociones y como resultado, a sus relaciones. Era completamente entendible eso, después de lo que le pasó. Aunque él seguía vivo, algunos de sus mejores amigos habían desaparecidos. Para no tener que enfrentar el dolor, él vivía, y otros también, desconectado de todo. En vez de enfrentar sus propios problemas, ellos se escondían dentro de sí mismom. Se quedaban entonces en la casa, escribiendo sobre el pasado, cerrándose a incluso sus amigos chilenos.

Esta desconexión del mundo fuera de la cabeza de uno tenía consecuencias graves con respecto a las relaciones en su vida. Jorge expresa su inhabilidad de realmente conectarse con alguien cuando, hablando con un latino exiliado, no deja de hablar de Chile y de sí mismo, y no puede escuchar lo que está contando el hombre. Además, no podían participar en relaciones personales, con sus esposas ni novias ni mujeres en general. Dice Gabriela que Jorge tenía “una carga emocional demasiado grande que no podía entender.” No se comunicaban, y aunque sus mujeres intentaban salvar las relaciones, eso no funcionaría, era un conflicto demasiado profundo dentro de ellos mismos. Gabriela describe intentar llevar algo de felicidad a la casa en la navidad, tocando Violeta Parra, pero en vez de hacerla más alegre, tocó algo dentro de Jorge, y como una tormenta aquello explotó, marcando el fin del matrimonio.

Sin poder conectarse con el mundo de afuera ni mantener relaciones con personas, viene una soledad profunda. Lejos de su país, sus amistades, su vida diaria, retroceden aún más, y al final se encuentran solos. En Red Rock, Ramón explora este fenómeno con su personaje exiliado que intenta manejar el juego, rodeándose de mujeres, pero al final, sin poder conectarse realmente con ninguna, nadie contesta el teléfono y se encuentra solo igual, hacia el final a enfrentar su problemática emocional. Entonces, para muchos de ellos, el exilio fue un doble reto. Antes de construir espacios nuevos, tenían que enfrentar sus pasados y superar sus propios demonios.

Gabriela

Los hombres, sí, podían vivir dentro de su propio cabeza, desconectándose del mundo. Él podía, pero ella no. Ella tenía que seguir, ella tenía hijos, niños que la necesitaban. Aunque tal vez su mente estaba en Chile también, ella tenía que seguir caminando hacia adelante. Tenían que levantarse de la cama, salir de la casa, llevar los hijos al colegio. La vida tenía que seguir. De esta manera, la experiencia de la mujer aparecía con una distinta problemática en el testimonio del exilio en Canadá.

Cuando conocí a Gabriela, supe al tiro que ella era una mujer muy fuerte, que había luchado toda la vida. Por supuesto, tenía que ser muy fuerte mujer para ser madre y esposa y a la vez exiliada chilena. En su entrevista tanto como en su novela Latitudes, Gabriela hablaba de la perspectiva distinta de ser mujer en exilio. Ella describía el mundo de ella de ser una madre, una esposa, una trabajadora, y también una exiliada con un tremendo peso psicológico y emocional por causa de la experiencia. Ella explicaba este sentimiento en un poema dentro de la novela, en que una mujer está en la cama “agotada de la fastidiosa monotonía de infinitos quehaceres cotidianos,” y brevemente se escapa para expresarse a sí misma con otras “lobas,” pero a la madrugada tiene que volver y “la loba se levanta otra vez mujer, a pelear con el marido, a preparar el desayuno, a llevar a los hijos a la escuela.” Anita también describía la cárcel de su vida doméstica, con “quehaceres diarios sin ayuda.” Además, a la vez de doblar pañales, estaba pensando en Chile y extrañando a su mamá. Enfrentaron la misma soledad y tristeza, con el mismo reto de comunicarse en un idioma no suyo, de adaptarse a la vida canadiense que sus compañeros hombres. Tenían maridos distantes, que por supuesto las afectó mucho y les hizo aún más difícil enfrentar los problemas del exilio, y contribuyó más a las muchas soledades en que vivían. Por ejemplo, al final Anita describía su “frágil matrimonio” como un “exilio intra-canadiense.” Pero ellas se levantaron a pie, superando el exilio caminando.

Tenían que participar en la vida, crear espacios nuevos, porque otras personas dependían de ellas. Sin esposos muy presentes, tenían que velar por los hijos. Cuando el avión despegó, el hijo de Anita le preguntó, “mami, ¿ahora no nos van a matar?” Después de un trauma como el suyo, y al llegar con absolutamente nada, sentían una responsabilidad de proteger a sus hijos. Tenían que construir una vida nueva para sus hijos. En cierta manera, las mujeres exiliadas trazaron el camino en el exilio para los otros, porque querían hacer una vida mejor para la segunda generación.

Sin embargo, a la vez que esas mujeres quedaban atrapadas en la esfera doméstica y en sus matrimonios rotos, Norteamérica ofrecía una oportunidad que nunca hubiera existido en Chile para ellas. Al llegar a Canadá, “se nos abrió un mundo absolutamente desconocido,” cuenta Gabriela, porque “aprovechamos las ideas feministas…donde se me habían cerrado puertas en Chile, aquí se me abrieron.” Entonces, con al ánimo inspirado por esas nuevas ideas feministas, las mujeres chilenas, las lobas, se juntaban y cantaban un concierto de dolor y rabia, apoyando a las otras. Ya no estaban confinadas por las normas femeninas chilenas, de servir al hombre y quedarse completamente dentro del mundo doméstico. Y tampoco eran mujeres canadienses, entonces quedaron “doblemente libres.” De esta manera, la experiencia de la mujer en el exilio era compleja. Tal vez la mujer chilena en el exilio tenía tanta fortaleza por necesidad, o tal vez por la inspiración feminista que les abrió la vida nueva en Canadá.

Anita

Ya han pasado unos 40 años desde cuando vinieron. Ya la Asociación de los Chilenos no existe, y se juntan de repente, no más. Aunque mantienen los enlaces a través del idioma, con visitas a Chile, y con la literatura, ya no necesitan la comunidad que tenían antes. Poco a poco, los chilenos han construido una vida en Canadá. Ahora forman parte de comunidades latinas más diversas, y de ciertos locales. Han enfrentado los problemas más difíciles del exilio, y sobrevivieron. Subiendo de las cenizas de un pasado tremendamente difícil, crearon espacios profundos. Sin embargo, aunque han vencido tremendos retos, a la vez, el proceso nunca termina, el pasado no está borrado.

Al abrir la puerta, Anita me envuelve en un abrazo enorme con un beso en la mejilla. “Hola mi’ija, entra, entra.” Y me muestra la casa, su “cottage,” pequeño pero cómodo. Lo que estaba allí, lo hizo todo ella. Las paredes están llenas de colores, de pinturas suyas, de flores, jardines, vistas hermosas, escenas abstractas. Y ella empieza a hablar y me cuenta de toda su vida ahora, de su hijo, de su amante, de su arte. Un torbellino de energía, girando más y más rápido.

Me pone un poco nerviosa la rapidez del torbellino, y empiezo a hacerme sonar los nudillos, y de repente ella deja de hablar. Después de un momento cargado, me dice, “por favor, no hagas eso. No hagas eso…Ellos rompieron sus dedos. Y la escuché, el sonido, sus dedos rompiéndose.” Después de otro minuto de silencio, sigue hablando de su vida en Ottawa, las cosas que hace para los niños. Después, sentada en el sillón durante la entrevista, empieza a hablar del pasado. Empieza, sin yo preguntar, a contarme todo, de estar en el estadio, de lo que le hicieron, del asesino que la salvó, dice ella, que la dejó salir, de las mujeres sobre las cuales caminaba. Y empieza a llorar, a llorar por ellas. “El pasado no es pasado tampoco,” me explica, “está siempre allí, mi pasado.”

Dentro de unos minutos empieza a sonreír de nuevo, a reírse también. Y dice que aunque el pasado está allí, que su vida está aquí en el presente, en Canadá. Y empieza de nuevo a contarme de su arte. Me di cuenta de que ese era el espacio que había creado ella. Había tomado su pasado y lo había amarrado con el presente para crear cosas bonitas. Y ahora pinta y teje con colores brillantes, rojos, azules, anaranjados, verdes, cada uno con tanta vida propia. Dice ella, “Me gustan los colores, como los chilenos.” Hace cosas con sus manos, y así va superando su pasado. Así ha construido una vida propia en Canadá.

Y los otros también lo habían hecho. Ramón dice sobre su pasado en el exilio, “fue duro, pero no lo veo así retrospectivamente.” Antes pensaba todo el día de Chile, ahora no. Puede pertenecer a sus dos mundos y elegir existir en uno o en los dos. Me explica Ramón que puede ser los dos, chileno y canadiense: “hay momentos en que soy solamente chileno y hay momentos en que soy sólo canadiense.” Hoy está siguiendo las elecciones chilenas, pero mañana va al trabajo en la política canadiense. Vivir en Canadá con su pasado chileno se ve ahora como un enriquecimiento de su vida, que ha aprendido mucho de su vida canadiense. Describe Ramón que aunque todavía piensa en Chile, que ha formado acá en Canadá memorias tan importantes como las de Chile, y “a cierto punto estas memorias compiten con el pasado chileno.” Explica Gabriela que ser chilenocanadiense ha sido “una ganancia increíble, no una pérdida,” que “tomas lo mejor de los dos mundos y creas un mundo aparte.” De esta manera, a través del tiempo, los chilenos exiliados que conocía en Canadá han construido espacios, integrando sus pasados con sus presentes, para llegar a una vida nueva, llena y gratificante. Son un gran testimonio ellos, de la fortaleza y adaptabilidad de los seres humanos.

Al final, para ellos tenía que ver con encontrar un equilibrio. Sus vidas, en los 40 años han estadollenas de cosas terriblemente tristes, pero también cosas hermosas. Como me enseñó la Anita, está todo amarrado. La nostalgia y la soledad, el pasado y el presente, la tortura y la risa, la alegría y la tristeza. Con todo eso, dice Anita, “tengo cosas maravillosas.” Y ellos, los chilenos exiliados en Canadá, han tomado todo en sus manos y han construido un espacio hermoso.

La Pintura

Justo antes de irme, después de despedirme, yo casi saliendo por la puerta, Anita me regaló una pintura. Le dije al tiro, Anita, no puedes regalarme eso, es su ganancia para sobrevivir, déjame pagarte por lo menos. Pero me dijo, Fiona, soy una vieja de 64 años y ya no cambio de idea. Le di la vuelta. Un tercio de la pintura estaba pintada en un verde oscuro, casi negro. La parte contenía una mujer sentada en una silla, los pies descalzos, la cara mirando el piso, una luz sobre su cabeza. En al fondo se veían los antejos y el uniforme de un milico. Pero de allí, a la izquierda cambiaba la pintura. Dos tercios de la pintura estaban pintados con tonos brillantes de amarillo, rojo y anaranjado. Un sol grande iluminaba arriba. Y entre las partes estaba pintado un camino, que llevaba desde la oscuridad a la luz. Y me dijo Anita con una sonrisa, “eso es.”

Gracias, mis chilenocanadienses, por dejar que nuestros espacios se intersectaran.

 

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